Los problemas de Wilt nunca se acaban. Quizá porque está dotado de un inmenso talento para enredarse sin darse cuenta en los líos más espantosos, y de una habilidad no menos admirable para escapar de ellos revolviéndose con la inocente agilidad de una serpiente. Ahora, el politécnico en el que trabajaba ha sido ascendido a universidad, pero Wilt sigue ganando lo mismo que antes, o incluso menos; es menospreciado por no ser catedrático, y continúa enseñando a los eternos proletarios de siempre. Y capea como puede las espesas intrigas y luchas por el minúsculo poder académico. En casa, la cosa no está mucho mejor. Eva, su esposa, tras visitar a sus tíos de América, ha vuelto más iracunda, imperiosa y mandona que antes. Y las cuatrillizas, feroces adolescentes, estudian en un carísimo internado que a Wilt se le hace cuesta arriba pagar. Muy arriba. Pero cuando Eva, que se ha hecho amiga de Lady Clarissa, le consigue a su marido un trabajo de verano muy bien pagado, Wilt no está nada convencido. Tiene que lograr que Edward, el hijo de la aristócrata, apruebe historia para entrar a la universidad. Y también tendrá que simular que ha estudiado en Porterhouse con el padrastro del chico. Pero como la carne es débil y el dinero fuerte, Wilt sucumbe a los cantos de sirena de Clarissa. Lo que no sabe es que Edward, cuando era niño, apedreaba a todo el que se le cruzaba, y que ahora lleva armas mucho más peligrosas.